A pesar de nuestra edad mi hermana Ángela y yo nunca nos llegamos a casar ni abandonamos la enorme y vieja casa que había servido de morada a nuestra familia por generaciones. La soledad y la monotonía eran las principales características de nuestra soporífera existencia, solo nos visitaban roedores y cobradores de impuestos. Así fue durante décadas hasta esa sombría tarde en que el hombre del chirlo llegó. Su nombre era Juan Martín Silvestre Cruzalegui De Soria de profesión doctor y necesitaba hospedaje por unos días que se convirtieron en años. Cruza, así era como le gustaba que lo llamen, era un hombre de talla prominente, aunque encorvado, y bastante delgado. La cicatriz de su rostro hacia que los más prejuiciosos desconfíen de él y que las ancianas más pudibundas se persignasen al verlo pasar en su pequeño jamelgo blanco. Vestía eternamente un saco azul marino y un pantalón gris, jamás se quitaba su sombrero de hongo y sus cueros andaban siempre lustrados. Apestaba a ron y todas las noches llegaba ebrio, sin embargo, pese a sus toscos modales nos habituamos a su compañía porque conversar con él nos deleitaba y además nunca se atrasó en la renta. Una de las pocas noches que no salió a emborracharse al pueblo se embriagó conmigo frente a la chimenea de la casa. Habló de sus viajes por Europa y Asia, de literatura, de mujeres y de política, lamentablemente en el mejor momento de la tertulia cometí el craso error de preguntarle por su chirlo. La trémula luz de las llamas de la chimenea alumbraba su agreste rostro y note en su patética mirada una tristeza que casi llegó a conmoverme. Cruza secó lo que quedaba de ron del pico de la botella y luego de arrojar el vidrio a las crepitantes llamas me dio la espalda y por un largo rato permaneciendo en silencio, de pronto comenzó a reír, sin embargo, su risa era de esas que lanzan las personas llenas de rencor que viven perseguidas por un pasado que no pueden olvidar y luego de mencionar algo que no recuerdo de un tal Olivera se marchó a su habitación.
A la mañana siguiente lo vi en el jardín conversando de lo más orondo con Ángela así que decidí no darle importancia al incidente de la noche anterior, además, yo también había estado borracho y ¿qué me importaba lo que había mencionado sobre ese tal Olivera, Oliviera u Oliveira? ¡Lo que sea! A los pocos días note que mientras mi amistad con él iba enfriándose la suya con Ángela aumentaba. Dejó de ser raro que llegaran ebrios en la madrugada y hasta que durmieran en la misma habitación de vez en cuando, a veces discutían , una vez escuche decir a Irene: “ si lo haces me quedaré sin empleo y te dejaré otro chirlo maldito bellaco”. A pesar de esas discusiones, tan terribles a veces, todo quedaba arreglado luego de una borrachera. Ángela siempre decía que no eran más que amigos, yo le creía y me limitaba a administrar la casa que se había convertido en la única posaba del pueblo. Nuestras vidas ya no eran monótonas, todo lo contrario, habíamos adaptado la casa para que albergue a más gente y nuestros inquilinos eran de diversa índole; desde mujeres de vida alegre pasando por un veterano sin manos hasta un grupo de chinos que dejó un olor a comida que hasta ahora no se va, cohabitaron con nosotros. Nuestras vidas habían cambiado y nosotros también, sobretodo Ángela que había engordado mucho y se había vuelto muy arisca y borracha, solo la alegraba alcoholizarse con Cruza luego de regresar de su trabajo en el pueblo.
La noche que Cruza no volvió con su olor a ron lo hizo Irene enloquecida y mas intoxicada que nunca, luego de entrar gritando encolerizada tomó el cuchillo más grande de la cocina y con furia expulsó a nuestros inquilinos mientras gritaba “mi trabajo, maldito canalla no voy a poder ahorrar!”. Cuando le pregunte qué era lo que había sucedido me dijo: “Lo han matado… Cruza mató a mi jefe, ese desgraciado asesinó al señor Olivera”. Jamás volvimos a tener inquilinos y nuestras vidas son tan monótonas y solitarias como antes de conocer al hombre del chirlo.
Alberto Balladares De La Piniella
sábado, 6 de junio de 2009
EL HOMBRE DEL CHIRLO
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