sábado, 6 de junio de 2009

AGUA INFECTA

Qué hermosos y apacibles pueden llegar a ser algunos lugares. El agua cristalina, casi transparente y deliciosa sacia mi sed, me tranquiliza por fin. Las montañas de cumbres nevadas de las que proviene esta deliciosa agua, que me recompensa, llenan esta enorme piscina natural, paraíso de pecadores como yo. Algunas chozas abandonadas a lo lejos carecen de los testigos que podrían juzgar mi abominable acto, execrable para cualquiera que no comprenda mis motivos porque estoy seguro que incluso Dios me daría la razón y si la gente llegara a comprenderme indudablemente se levantaría pronto un monumento de oro macizo en aquella plazuela abandonada. Lamentablemente eso no pasara jamás. No hay testigos y si los hubiera de inmediato me ajusticiarían y me arrojarían en las profundidades de estas aguas rodeadas de las hermosas tierras florestas que forman los bosques habitados solo por pájaros, lobos y venados mudos testigos de mi heroicidad. La cercana plazuela, huérfana de monumento, rodeada por la iglesia, el ayuntamiento y la casa del gobernador, Dios, el rey y el pueblo está desolada pues los aldeanos que la visitaban a diario han desaparecido. Ahora, a orillas esta laguna olvidada sólo me encuentro yo utilizando sus inmaculadas aguas para mancillarlas tiñéndolas del rojo más venenoso, el rojo del infierno de los marginados que se inmolaron por una causa incorrecta, el rojo de los que se equivocaron como yo. Las aguas cristalinas en su superficie pierden su inocencia al ocultar mi pecado en la oscuridad de sus profundidades envenenando con su maldita putrefacción toda su pureza. El silencio del panorama es peor que el ruido más ensordecedor porque en mi situación el desgraciado zumbido del silencio es el que me hace reflexionar y maldecir este error que me marcará no solo de por vida sino también en las tinieblas. La noche no está lejos y el hermoso y apacible lugar ahora parece más un pantano, la linda plazuela abandonada me petrifica y los ruidos de los animales, únicos vecinos, sumados a la tormenta que acaba de empezar me aterran más que el desgraciado silencio que antes maldecía. Me acerco al agua y al volver a probarla está tan fría que me hace temblar y llorar por mi delito, ya no es cristalina sino negra como mi conciencia, oscura como mi alma. Busco refugio con la mirada y distingo en la lobreguez las siluetas de muchos hombres que gritan y vienen hacia mí con antorchas, cual energúmenos, desde las chozas que antes creía abandonadas. Pienso en el bosque como única alternativa y no veo más que los ojos brillantes de los lobos que ladran y rujen empeorando el ruido generado por la tormenta y aturdiéndome. Solo me queda una opción y pese a que tirito de frio y de miedo estoy decidido. Resuelto a hundirme con mi pecado antes que pagar a la justicia más injusta e incomprensiva, me zambullo en esta oscura y gélida prisión, piscina mancillada por mi pecado.

Alberto Balladares De La Piniella

EL HOMBRE DEL CHIRLO

A pesar de nuestra edad mi hermana Ángela y yo nunca nos llegamos a casar ni abandonamos la enorme y vieja casa que había servido de morada a nuestra familia por generaciones. La soledad y la monotonía eran las principales características de nuestra soporífera existencia, solo nos visitaban roedores y cobradores de impuestos. Así fue durante décadas hasta esa sombría tarde en que el hombre del chirlo llegó. Su nombre era Juan Martín Silvestre Cruzalegui De Soria de profesión doctor y necesitaba hospedaje por unos días que se convirtieron en años. Cruza, así era como le gustaba que lo llamen, era un hombre de talla prominente, aunque encorvado, y bastante delgado. La cicatriz de su rostro hacia que los más prejuiciosos desconfíen de él y que las ancianas más pudibundas se persignasen al verlo pasar en su pequeño jamelgo blanco. Vestía eternamente un saco azul marino y un pantalón gris, jamás se quitaba su sombrero de hongo y sus cueros andaban siempre lustrados. Apestaba a ron y todas las noches llegaba ebrio, sin embargo, pese a sus toscos modales nos habituamos a su compañía porque conversar con él nos deleitaba y además nunca se atrasó en la renta. Una de las pocas noches que no salió a emborracharse al pueblo se embriagó conmigo frente a la chimenea de la casa. Habló de sus viajes por Europa y Asia, de literatura, de mujeres y de política, lamentablemente en el mejor momento de la tertulia cometí el craso error de preguntarle por su chirlo. La trémula luz de las llamas de la chimenea alumbraba su agreste rostro y note en su patética mirada una tristeza que casi llegó a conmoverme. Cruza secó lo que quedaba de ron del pico de la botella y luego de arrojar el vidrio a las crepitantes llamas me dio la espalda y por un largo rato permaneciendo en silencio, de pronto comenzó a reír, sin embargo, su risa era de esas que lanzan las personas llenas de rencor que viven perseguidas por un pasado que no pueden olvidar y luego de mencionar algo que no recuerdo de un tal Olivera se marchó a su habitación.
A la mañana siguiente lo vi en el jardín conversando de lo más orondo con Ángela así que decidí no darle importancia al incidente de la noche anterior, además, yo también había estado borracho y ¿qué me importaba lo que había mencionado sobre ese tal Olivera, Oliviera u Oliveira? ¡Lo que sea! A los pocos días note que mientras mi amistad con él iba enfriándose la suya con Ángela aumentaba. Dejó de ser raro que llegaran ebrios en la madrugada y hasta que durmieran en la misma habitación de vez en cuando, a veces discutían , una vez escuche decir a Irene: “ si lo haces me quedaré sin empleo y te dejaré otro chirlo maldito bellaco”. A pesar de esas discusiones, tan terribles a veces, todo quedaba arreglado luego de una borrachera. Ángela siempre decía que no eran más que amigos, yo le creía y me limitaba a administrar la casa que se había convertido en la única posaba del pueblo. Nuestras vidas ya no eran monótonas, todo lo contrario, habíamos adaptado la casa para que albergue a más gente y nuestros inquilinos eran de diversa índole; desde mujeres de vida alegre pasando por un veterano sin manos hasta un grupo de chinos que dejó un olor a comida que hasta ahora no se va, cohabitaron con nosotros. Nuestras vidas habían cambiado y nosotros también, sobretodo Ángela que había engordado mucho y se había vuelto muy arisca y borracha, solo la alegraba alcoholizarse con Cruza luego de regresar de su trabajo en el pueblo.
La noche que Cruza no volvió con su olor a ron lo hizo Irene enloquecida y mas intoxicada que nunca, luego de entrar gritando encolerizada tomó el cuchillo más grande de la cocina y con furia expulsó a nuestros inquilinos mientras gritaba “mi trabajo, maldito canalla no voy a poder ahorrar!”. Cuando le pregunte qué era lo que había sucedido me dijo: “Lo han matado… Cruza mató a mi jefe, ese desgraciado asesinó al señor Olivera”. Jamás volvimos a tener inquilinos y nuestras vidas son tan monótonas y solitarias como antes de conocer al hombre del chirlo.


Alberto Balladares De La Piniella